Curso de autoestima 072

Curso de autoestima 72

72. ¿Razón, época ó vida?

Autoestima 072- Razón, época o vida – Curso de autoestima – Podcast en iVoox

¿Quien es sabio? Aquel que aprende de todos.
Proverbio Judío

Las personas llegan a tu vida y tú también llegas a la vida de varias de ellas. En esta maravillosa, infinita, intrincada y mágica red de la vida es que nos vinculamos. Encuentros fortuitos, encuentros aparentemente preparados, encuen­tros sociales, laborales. Y de todo tipo. En esta ocasión quiero reflexionar contigo acerca del tipo de conexión que ocurre en cada encuentro.

Tengo la idea de que determinadas personas que lle­gan a tu vida lo hacen por una mera razón y listo, luego desaparecen; o bien, por una época en la que necesita­ban hacerte compañía, y una vez terminado este perio­do, también desaparecen; o bien, llegan a ti por toda una vida. Razón, época o vida. Creo que estos tres tipos de conexiones nos marcan para siempre, pero el sufri­miento que podemos llegar a generar es por no saber dis­tinguir entre un tipo de conexión y otro, y así, dañamos al no dejarlos ir. Necesitamos aprender a distinguir entre estos tipos de conexión dinámica por demás difícil, lo aclaro para admitir que la gente de «razón» o de «épo­ca» se marche cuando llegue su hora. Además, aprender a dejar ir con alegría y a mantenemos en paz y felicidad tras ese maravilloso encuentro.

            Procuraré hacer algunas distinciones que posiblemente resultarán útiles en la ardua tarea de discernimiento.            Cuando alguien llega a tu vida por alguna «razón», es para satisfacer alguna necesidad que de alguna manera has expresado al Universo. Se presentan para asistirte en al­guna dificultad, o para brindarte apoyo u orientación.

También pueden ayudarte física, emocional o espiritual­mente. De hecho, una de las expresiones más comunes de quien se encuentra con alguien así es: «se me apare­ció como caído del cielo». Y es que así es. Son auténticos ángeles manifestados en otra persona. Ejemplos de este tipo de conexión por «razón» existen por millones: des­de el médico que te llegó a atender en algún accidente, la persona de la ventanilla del banco, algún extraordina­rio vendedor, hasta cierta «amistad» encontrada en un viaje. Este tipo de personas, después de cumplir con la razón que los llevó a ti, sin mayor preámbulo dicen o hacen algo con lo que la relación llega a su fin. En ocasio­nes desaparecen simplemente. En otras, mueren.

En otras, incluso te empujan a dejados. En otras palabras, por ha­ber sido la razón por la que los necesitabas, luego de satisfacer tu necesidad, se tienen que ir. Nuestros deseos fueron cumplidos y el trabajo terminado. Tus peticio­nes fueron escuchadas y es tiempo de seguir adelante. No hay más. Aquí tu tarea es aprender a agradecer.

Por otro lado, cuando alguien llega a tu vida por algu­na «época», es para brindarte la oportunidad de aprender a convivir, a compartir, a entender una gran lección de vida. Suelen ser personas que te traen una formidable experiencia -para bien o para mal-, y suelen ser perso­nas con las que reirás mucho.

Te enseñan algo que nunca has visto o que jamás has hecho. Sin lugar a dudas, son personas que te traen una gran cantidad de alegría en cierta etapa. ¡Créelo! ¡Es una relación humana real y auténtica! Pero siempre ten presente que es por tan sólo una época. Hay límite de tiempo. Luego de que te han brindado la lección de vida y luego de que ya la has aprendido -condición fundamental- es cuando suelen desaparecer poco a poco de tu vida (aunque existe la variante de desaparición inmediata). Se separan por un viaje, un malentendido, una nueva relación, un deceso en el peor de los casos. La razón más frecuente por la que este tipo de relación termina es: inexplicable. Termi­na y ya. Aquí tu tarea es aprender la gran lección de vida que te trajeron.

Cuando alguien llega por «vida» es para que conoz­cas más de cerca a Dios. Son personas que te ayudan a aprender y a construir emociones con fundamentos real­mente sólidos. Aquí tu tarea es aprender a amar.

Aprender a agradecer, una lección o a amar es una gama de exquisitos aprendizajes en nuestro recorrido por la vida. El desafío es no confundirlos. Si me pregun­tas cómo distinguir sin fallar, pues no lo sé. De hecho, pienso que es algo que no se puede saber, sino mera­mente sentir. Por mi parte, en mis relaciones por «épo­ca», en algún momento le dije a una persona: «…hay que estar más tiempo juntos, porque esto pronto terminará».

Preguntó el motivo de «esas sandeces» ya que todo marchaba de maravilla, y mis comentarios ni venían al caso y efectivamente, no venían al caso en ese momento. Simplemente lo sentía. Sin embargo, luego de algunos años, la relación terminó definitivamente. ¡Y yo ya lo sabía desde mucho tiempo atrás! Mejor dicho, lo sentía. Hoy, al darme cuenta de esta misteriosa dinámica de la vida, lejos de dolerme, me ha traído una indescriptible alegría. He aprendido a gozar las relaciones que Dios me presenta como razón, época o vida, y a vivirlas sólo en su dimensión, satisfaciendo una de mis necesida­des, enseñándome algo o aprendiendo a amar. Desde que aprendí a confiar «plenamente» en un plan divino, aprendí a dejar ir, por el bien de todos los implicados. Este apren­dizaje ha sido uno de los más valiosos en mi vida con una nueva conciencia.

Aquí quiero platicarte una anécdota que ilustra bien estos conceptos. Hace algunos años fui de vacaciones al mar con algunos amigos de aquella época. Una mañana, luego de desayunar, uno de ellos me invitó a que apren­diéramos a esquiar. Recuerdo perfectamente haber res­pondido con un «no» -soy una criatura de tierra y no de agua-, pero también recuerdo que estimaba demasiado a mi amigo y que siempre me instó a que hiciera cosas nuevas. Así que mi amigo, su novia y yo abordamos una lancha en la que había dos tablas que de cariño los ins­tructores les llamaban esquíes. Mi amigo se echó al agua, se puso los esquíes y tomó el extremo de la cuerda que estaba atada a la lancha. El instructor le dijo que se suje­tara fuertemente porque sentiría un tirón, y que poco a poco se levantara e intentara guardar el equilibrio.

Yo ha­bía visto que todo el que empezaba, siempre se caía a la primera, pero mi amigo no. ¡Oh! y ahí estaba yo, senta­do en la parte trasera de la lancha, observando la tuertísima tensión de la cuerda, y mi amigo al otro extre­mo de la cuerda esquiando como si lo hubiera hecho toda la vida. Tenía una expresión de esfuerzo y orgullo a la vez. En sus brazos, a lo lejos, alcanzaba a ver la fuerza y tensión muscular con que se sujetaba de la barra en «T» en la que terminaba la cuerda. Todo iba bien, espectacularmente bien, hasta la primera curva. Ahí mi amigo tuvo su primera caída. El piloto de la lancha, al oír mi grito -que creo se escuchó en toda la bahía- se detuvo y sólo esperamos a que la inercia nos hiciera regresar a él para reanudar.

Luego llegó mi turno. Me puse el chaleco salvavidas y me tiré al agua. Des­de ese momento sentí una inquietud particular, pero no hice caso. Las miradas de mis amigos me inspiraban con­fianza. El instructor me dijo lo que tenía que hacer, pero lo único que entendí fue: «sujétate fuerte». Creo que me sudaban las manos, pero con tanta agua, ni se notaba. De repente escuché: «¿Listo? Ahí vamos». Pero ¡yo no había dicho «listo»!

La lancha empezó a avanzar y la cuerda se fue desenrollando poco a poco, hasta que se tensó, y de repente sentí un jalón en los brazos como si el lanchero quisiera arrancármelos de su lugar. Por supuesto que no me caí, porque nunca pude levantarme. Durante varios minutos ¡no me solté de la cuerda! Mis manos estaban literalmen­te pegadas a la barra «T». La lancha me arrastró varios metros yo sentí que eran kilómetros- a toda velocidad. Mientras me arrastraba, mis manos seguían fundidas a la barra, por el pavor que tenía de soltarme. El agua me golpeó brutalmente todo el tiempo, y no fue sino hasta que alguien -juro que alguien se me apareció entre la espuma del agua me dijo: «¡suéltate!», cuando abrí las manos y dejé de ser arrastrado. Sé que me habló un ángel, pero ése no es el tema. Me quedé flotando, total­mente sordo. Estaba terriblemente mareado y con toda el agua posible en los oídos. Durante unos segundos casi no pude ver. Me dolía todo el cuerpo, pero lo que me hizo hasta llorar fue el dolor de oídos. El nivel de la bahía debió de bajar unos cuantos centímetros por toda el agua que tragué.

Breves momentos después -yo sentí una eternidad­ vinieron por mí aunque la lancha estaba muy cerca, es­cuchaba las voces de mis amigos sumamente lejos. El agua que se me introdujo en los oídos con cierta presión por la velocidad, me había producido una sordera mo­mentánea. El instructor me trató de ayudar diciendo que todo estaba bien y que lo volviera a intentar. ¡Volver a intentarlo! Me dolía hasta el cabello. Le pedí a mi amigo que me ayudara a subir a la lancha. ¿Has intentado subir­te a una lancha en medio del mar, cuando sientes que pesas mil kilos más de los acostumbrados? Además me sentía terriblemente débil. En verdad me sentía mal. El instructor dijo que me quitara el esquí -el otro se me había zafado- y, cuando lo intenté, me di cuenta de algo más que terrible. ¡Había perdido el traje de baño!

Vi a la novia de mi amigo y le sonreí. ¿Qué hacer en esos momentos? ¿Cómo salir a la lancha totalmente desnu­do? Luego, tomé conciencia del otro pie, del que había quedado libre del esquí, y ¡sucedió un milagro! Sentí que una pequeña cuerda pendía de mi dedo gordo. ¡Era del traje de baño! Se había atorado en mi pie. No lo podía creer. Haciendo movimientos poco notorios, alcancé el traje de baño, me lo puse e intenté subir a la lancha. Lo logré (con la ayuda de todos). Me dieron a beber algo que sabía a sal. Tenía la boca impregnada de sal.

Mi amigo volvió a esquiar y yo no me volví a bajar de la lancha; me sentía muy mal. ¿Había sufrido la ex­periencia? Puedes apostar a que sí. Luego de varios días de no salir ni del cuarto del hotel, me pregunté porqué me había dolido tanto el golpe. ¿Por qué, si tantas y tantas personas que suelen caerse la primera vez, con­servan el entusiasmo para seguir y volverlo a intentar? ¿Por qué sufrí tanto y otros novatos no? Hoy tengo la respuesta: quienes no sufrían la experiencia era porque a la primera caída, de inmediato «soltaban y dejaban ir» la cuerda. Yo no lo hice así y mi mayor dolor y sufri­miento fue porque me sujeté tan fuerte que nunca la dejé ir Y me arrastró con dolor. ¿No pasará lo mismo con la vida?

Por eso te quise compartir esta anécdota. No fue para que te rieras, como muy posiblemente lo hiciste, sino porque hoy pensé que ilustraría mucho el dolor que va­rios de nosotros nos procuramos por no abrir nuestras manos y no permitir que ciertas personas o cosas se vayan de nuestras vidas. Lo que suele producirnos dolor no son esas personas o cosas, sino nosotros mismos al asimos de, aquello que sólo debe estar con nosotros por alguna «razón» o tan sólo por cierta «época», pero no más.

También se me antoja reflexionar: tú, tú que ahora me estás leyendo, ¿eres razón, época o vida para otra persona? Piensa un rato en tu postura frente a otras perso­nas, y si alcanzas a identificarte con una mera y sublime razón, con una época o con una vida para otra per­sona, ayúdale y díselo. He llegado a suponer que de esa manera le podrías ahorrar mucho dolor si te adelantas y le expresas con amor que el encuentro es temporal, y tal, en virtud, hay que gozar el momento sin esperar más. Creo que eso sería muy sano para todos.

Permite que lo que fue haya sido, que lo que es sea, y que lo que venga llegue. De esa forma, sin dolor ni sufrimiento, en cada persona que toque tu vida encon­trarás una gran…

¡Emoción por existir!